


De todas las muertes de anarquistas (la noción libertaria lleva con mucha más asiduidad a la muerte que la noción “revolucionaria” –que lleva, con mucha más facilidad que sobresalto, a terminar de diputado, de burócrata o de dictador) las de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti probablemente constituyan el más horroroso, descarnado y escandaloso ejemplo. No sólo por la noción profunda de manipulación de la justicia implícita en su juicio, en la declaración de su “culpabilidad” y en su posterior ejecución; sino por la simpleza discursiva con la que su mensaje dejaba en claro que si algún crimen habían cometido no era el asalto a mano armada del que se les acusaba, sino el de tener una verdad profunda entre las manos y el de saberla comunicar a todo aquel que quisiera escucharlos. Una verdad que incomodaba, porque era ineludible.
El 23 de agosto de 1927, la multitud reunida en Union Square, Massachusetts, dejó escapar su última esperanza cuando las luces de la prisión parpadearon frente a ellos, dejando saber que la ejecución por electricidad había culminado. El mensaje era unívoco; no sólo se estaba matando a dos hombres de inocencia probada mediante una parodia de cualquier idea de justicia, sino también todos aquellos valores que ellos defendían y que, en uno de los momentos de mayor difusión de la idea anarquista en todo el mundo, llegaron a representar: pacifismo, solidaridad, generosidad entre las personas, la intuición de que todos los seres humanos somos uno y lo mismo, la noción de que los nacionalismos están de sobra en cualquier momento y de cualquier forma, de que no hay ninguna razón válida para la violencia fraticida de la guerra ni de la agresión, de que los frutos de la tierra y el trabajo sólo pueden tener sentido si se comparten; y, particularmente, la noción de que la autoridad, el gobierno y cualquier otra forma de dominación del hombre por el hombre están de más en un mundo libre, y se le oponen.
El que el caso de Sacco y Vanzetti haya provocado cientos (hay quienes dicen que miles) de protestas en todo el mundo, o el que su ejecución haya resultado en protestas y disturbios en Nueva York, Londres, Ámsterdam, Tokio, París, Ginebra, Alemania, Johannesburgo, México y Argentina, entre otros, no resultó demasiado impresionante para nadie en el stablishment: anarquistas han seguido muriendo de la misma forma, bajo circunstancias tan similares como escandalosas, en países gobernados por derechas, por izquierdas y por centros, donde los haya.
El Estado no deja de llamar asesinos, terroristas, enemigos, a todos los Sacco y Vanzetti. No deja de inventarles modos de muerte, omisiones o, como diría otro anarquista brillante, Dario Fo, “accidentes”.
Sacco Y Vanzetti no sólo continuaron la larga tradición anarquista de los migrados, de los trabajadores y de esos taciturnos ilustrados tan propios del siglo XX; también, al aceptar su destino, al estrechar la mano de sus ejecutores, al cerrar su paso por la vida con la frase “que viva la anarquía”, sentaron uno de los más valiosos precedentes de la modernidad libertaria: el de que las personas mueren, pero dejan para siempre la infección de las ideas.
Texto: Daniel Iván.